Conversación entre Yayo Herrero y José Luis de Vicente

¿En qué momento estamos? ¿Nos enfrentamos a un colapso?
José Luis de Vicente: Algo que sitúa bastante el momento actual es lo lejos que estamos de los objetivos del acuerdo de París: intentar no superar los 1,5 grados de aumento de las temperaturas sobre los niveles preindustriales. Se supone que en algún momento de la segunda mitad del siglo XXI, entre 2050 y 2100, las emisiones de CO2 en la atmósfera han de ser cero y además tenemos que encontrar maneras de habilitar emisiones negativas. Pero la cuestión es que hay un consenso creciente de que ese objetivo de 1,5 grados está muerto.
Yayo Herrero: Sí, con las inercias que ya tiene el cambio climático parece algo inalcanzable. Por otro lado, muchos de los horizontes que se están proyectando en las agendas políticas son inviables físicamente si lo que se pretende es satisfacer las necesidades de todas las personas, que no olvidemos son personas insertas en una trama de la vida que tiene sus propias necesidades, es decir, también los animales, las plantas y los ecosistemas necesitan de esa producción primaria neta de la naturaleza para poder vivir. En la dimensión material estamos en una situación de encrucijada. Hemos vivido también la pandemia, resultado de la debilitación de ese escudo de protección que es la biodiversidad. La conclusión es que si miramos los datos a secas, el momento es muy complicado, sin duda.
Jose Luis de Vicente: Frente a ese escenario complejo, tal vez es necesario pensar en los relatos que usamos para contar esta situación. Analistas como Alex Steffen, quien dice que estamos en un período transapocalíptico, o el escritor de ciencia ficción William Gibson, insisten en abandonar la idea del fin del mundo entendido como una catarsis colectiva o como una única gran catástrofe que hace imposible la vida de todo el mundo. Más bien estamos en una renegociación permanente de un mundo cada vez más parcheado, fragmentado y menos estable, mientras intentamos preservar un estado de percibida normalidad que cada vez es más difícil de sostener. Tal vez la cuestión sea dejar de pensar esta lucha como algo que se resuelve con una solución definitiva, pero eso no nos puede llevar a bajar los brazos frente a un apocalipsis inevitable y que impacta a todo el mundo por igual. Esa no es la realidad. La crisis climática es un gran potenciador de desigualdad y un gran generador de fragilidad en los sistemas y en las infraestructuras a todo nivel. Solo hay que tener presentes las distintas disrupciones de los sistemas globales que ya hemos vivido, desde la pandemia a las crisis en la cadena de suministros. Las costuras del mundo y del orden generado por el estatus del liberalismo en los últimos treinta años, entre otras cosas, están empezando a fragmentarse y a romperse. Según el último informe del IPCC, ya vivimos en la realidad de un planeta en crisis climática. Siendo realistas, ese es el escenario en el que va a transcurrir el resto de nuestras vidas y del siglo XXI. Por eso es apremiante producir nuevas maneras de contar cómo es vivir en este mundo de los 1,5 grados o más.
Yayo Herrero: Absolutamente: esa necesidad existe y es crucial. Sobre todo porque la mirada apocalíptica que percibe una especie de Armagedón, un estallido que se produce y ante el que no hay nada que hacer, no se ajusta a la realidad. El proceso de superación de los límites biofísicos del planeta (en terrenos como el cambio climático y la pérdida de biodiversidad) proviene de haber forzado la innovación de la trama de la vida, que es una trama autoorganizada y que se transforma a otros ritmos. Pero tenemos que pensar que esos cambios no van a ser tan rápidos como se aventura, y que abren grietas y otras posibilidades. Hay diversos sesgos en la mirada apocalíptica. Es una forma muy patriarcal de entender el colapso de los sistemas socioeconómicos y también es tremendamente antropocéntrica, al entender ese estallido como algo que ocurre fuera de ti. Además, también tiene un marcado carácter etnocéntrico, pues ya hay muchas vidas colapsadas. A las personas del pueblo mapuche el colapso les llegó hace quinientos años y, como ellas mismas dicen, siguen resistiendo. Lo que se llama colapso, o lo que encierra esa visión del estallido para el que no tenemos tiempo de reacción, a menudo camina sobre un sesgo blanco, etnocéntrico, occidental y capitalista que impide crear otras narrativas diferentes. Sin embargo, cuando aterrizamos las miradas sobre la crisis ecosocial en la vida cotidiana, nos encontramos que se abren muchas posibilidades diferentes. Posibilidades sobre cómo podemos mirar el presente y el futuro y sin duda también el pasado, ya que no hay imaginación posible sin memoria y sin reconocimiento del presente. Saber narrar todo eso es muy importante, pero cuesta. No sé si has visto la serie Colapso… yo en el tercer capítulo dije, ¡basta! Desde el punto de vista del activismo ecologista me parece muy nocivo poner delante de las personas un futuro de lucha de todos contra todos que ignora la posibilidad de buscar repertorios de ayuda mutua o las posibilidades de tener vidas dignas y felices en marcos de cambio y potencialmente catastróficos. Coincido en que tenemos que buscar otras narrativas, porque insisto en que además muchas de las que hay no se ajustan a la realidad.
El discurso del apocalipsis y del «no hay nada que hacer» no solo es inútil políticamente: también es falso.
José Luis de Vicente: Esta idea me parece muy importante, la de que entre las ruinas también puede estar la felicidad. El colapso supone que en la descomposición de nuestra manera de vivir solo hay potencialmente decadencia, solo hay pelea milímetro a milímetro por la supervivencia básica. Es necesario darle más complejidad a este relato. Se debe empezar a reconocer que, sencillamente, aquí otro mundo no solo es posible, sino que es seguro. La realidad es que, en muchas de sus condiciones y parámetros, este mundo no va a prolongarse y esos otros mundos que emergerán tienen que ver también con tejer otra manera de imaginarlos. Por el contrario, en cada frente de negociación política nos encontramos con esa sensación permanente de oportunidad perdida, de un doble lenguaje desesperante. Esto nos impulsa siempre hacia esa posición del «todo está perdido». En esos momentos es importante entender que, políticamente, el apocalipsis resulta muy poco útil, puesto que no genera ninguna capacidad de respuesta. Y, además, que esto no es un todo o nada, sino que cada décima de grado cuenta.

Yayo Herrero: Sí, veo clave entender que entre los escombros y en las ruinas surgen también posibilidades de vida buena. Es más, pensar que frente a una situación catastrófica lo que surge es la pelea del todos contra todos es un relato hegemónico que casi nunca se cumple. En su libro Un paraíso en el infierno, Rebecca Solnit muestra con una tremenda profusión de datos que lo que explotan son dinámicas de vida comunitaria y nuevas formas de solidaridad con las que se adquiere un tremendo sentido vital; una especie de liminalidad y de salto en conciencia comunitaria. Además, nos hace sentir muy bien, ya que estamos preparados para complacernos con el placer de otros y también para sufrir con el sufrimiento ajeno. Y de ahí surgen oportunidades de poder hacer las cosas de otro modo, como cuando después de la pandemia mucha gente no se ha incorporado a trabajos de mierda, intuyendo que hay otras formas de organizarse que no pasan por la dinámica de la explotación. Ahí tenemos muchos aprendizajes y también los tendremos en cosas que todavía están por pasar. Creo que una parte importante de la política, la cultura y el activismo consiste en estar preparados para que, en eso que va a pasar, sea más fácil que surja la cooperación que la lucha del todos contra todos. El discurso del apocalipsis y del «no hay nada que hacer» no solo es inútil políticamente: también es falso. Recuerdo ahora a un compañero de Ecologistas en Acción, Santiago Martín Barajas, criticado muchas veces porque su opción ecologista es puramente conservacionista, que siempre dice: «Me peleo por salvar cada valle y cada río, porque cada valle y cada río que no se destruya son posibilidades de vida futura y presente». No da igual que se destruyan entornos, no da igual lo que sucede en lo pequeño… Ahí están las bases de la construcción de utopías futuras.
José Luis de Vicente: Eso es algo que en el otro gran ámbito de la crisis ecológica, la crisis de biodiversidad y extinción de especies, se revela de manera muy clara: cuando desaparece una especie se desvanece literalmente todo un mundo y toda una manera de estar en el planeta. La lucha por preservar cada una de las cosas que podemos llegar a perder tiene un valor que excede las mediciones o una vulgar cuenta de resultados. Sin embargo, muchas veces estamos operando en esas lógicas, por ejemplo, calculando cuántas toneladas de carbono se emiten… parece como si estas métricas siguieran protegiendo ese sentido de objetivo alcanzado o no y ese marco de éxito o fracaso.
Una transición ecológica justa… ¿Por dónde empezamos?
Jose Luis de Vicente: Hay algo que me fascina por sus implicaciones filosóficas y políticas: las distintas velocidades a las que estamos viviendo, que operan en escalas de tiempo diferentes. Esta crisis avanza a dos velocidades muy distintas. Por un lado, estamos viviendo a medio camino entre dos eras geológicas, con un pie en cada una, y esa posición fuerza la distancia que hay entre aquello que pasa en la experiencia del tiempo humano, en esas unidades de unos ochenta años de tiempo vital, frente a las enormes escalas de miles de años de las edades del planeta. Sumando a esa tensión temporal, encontramos que desde la acción humana hemos generado impactos con implicaciones a muy largo plazo y que debemos actuar en unos tiempos más o menos cortos o los cambios afectarán a muchas generaciones futuras. Parece que tenemos que desarrollar tanto una visión filosófica como una acción política que reconcilie 2030 con 2100, teniendo en cuenta que el 2030 es ya mismo. Es el presente inmediato, y para ese horizonte nos hemos fijado unos objetivos muy ambiciosos. Como suele decir Timothy Morton, el cambio climático es algo demasiado rápido y a la vez demasiado lento; sabes que tiene implicaciones que tú puedes experimentar, pero a la vez suceden en unas escalas que exceden nuestra capacidad como humanos para percibirlas. Así pues, resulta que necesitamos un plan político que reconozca la necesidad de cambiar muchas cosas y hacerlo muy rápido, porque cada año cuenta. Que lo que hagamos a diez, veinte o treinta años vista puede tener implicaciones transgeneracionales. Siguiendo el acuerdo de París, hemos de adquirir unos compromisos para 2100, extendiendo nuestro espacio de responsabilidad política a ochenta años vista, actuando en una escala de tiempos y con un compromiso transgeneracional que es totalmente nuevo. Desde la perspectiva política y del activismo, me pregunto cómo reconciliamos estas velocidades.
Yayo Herrero: Abordas un tema crucial. La crisis ecológica la solemos analizar con datos territoriales o de atmósfera, pero es ante todo una crisis de choque entre diferentes temporalidades. Los tiempos para la vida son en ocasiones muy largos y escapan a la dimensión de una sola vida humana, pero es que en otros momentos son tiempos absolutamente vertiginosos. Recordemos la erupción del volcán de La Palma, que cambió la configuración y la fisonomía de una isla en dos meses, en vez de un proceso que habitualmente dura miles de años. Todo el rato se combinan ambos ritmos. Por otro lado, tenemos la dimensión cíclica (los ciclos de las estaciones, del día y la noche…) que choca con las miradas generadas por las culturas más liberales, más occidentales. Es decir, tenemos un choque entre los tiempos de la economía y la producción frente a los tiempos de la vida; y debemos también fijarnos en cómo eso ha cambiado. En el pasado todo el mundo era consciente de que cuando se empezaba a construir una catedral no iban a ver el resultado final, y probablemente tampoco sus hijos ni sus nietos. Por el contrario, ahora mismo casi nadie en el mundo occidental quiere abordar un proceso cuyo final no vaya a ver. El horizonte con que funcionamos es el de esos ochenta años de la propia vida; y a veces con unas lógicas incluso más cortas. Pero es que la cosa se complica más con el horizonte político, que es de cuatro años o incluso más corto, porque los seis meses antes de las elecciones y los iniciales son, en la práctica, casi inoperativos. Resulta que se pretende afrontar este problema con una lógica de dos años y medio sin garantía de continuidad y con la necesidad de vender un producto —dicho a lo bruto— que tiene que llegar al mayor número de personas posible. Claro, en este esquema las dificultades son enormes y ese choque temporal resulta absolutamente clave.
Jose Luis de Vicente: Eso es; además no solo no es algo que siempre haya ocurrido, sino que en la actualidad tampoco es algo que ocurra en todas las culturas…
Yayo Herrero: Claro, ese choque temporal está alimentado por la configuración de un sujeto político individual, producto de esa fantasía de la individualidad, que hace muy difícil mirar y proyectar hacia el futuro y conocer desde el pasado. Pero es una característica que no tienen todos los pueblos. Por ejemplo, pensemos en la Confederación Iroquesa, con sus políticas para las siete generaciones, y en cómo ese enfoque lo siguen manteniendo algunas estructuras comunitarias de pueblos originarios. Por eso creo que, en primer lugar, necesitamos desarrollar una responsabilidad transgeneracional que no existe: y se trata tanto de un proceso político como cultural. La cuestión es que no solo atañe a las generaciones futuras, tus bisnietos o tataranietos, sino que las personas migrantes que se están hacinando en las vallas fronterizas ya son población presente. Quiero decir con esto que el reto de los movimientos migratorios y de la gente que se empobrece a pasos agigantados es clave, y que el abordaje de la crisis ecológica es indisociable de la protección a las condiciones de vida de la gente. Si prospera solo la primera, eso puede conducirnos a dinámicas ecofascistas. Si prospera solo la segunda no resolvemos los problemas de sostenibilidad. Ambas tienen que ir de la mano.
Jose Luis de Vicente: Sí, lo que nos falta construir es no solo una solidaridad compartida con los más débiles, sino una especie de transacción intergeneracional que ya es urgente, no para dentro de cinco o seis generaciones, sino para la siguiente generación. Entonces, metiéndonos ya en el ámbito de la voluntad política, todo esto se traslada en los Green New Deal, que están muy encerrados en los marcos del neoliberalismo o, en el mejor de los casos, en el imaginario socialdemócrata. Igual podemos empezar a describir sus características y pensar sobre sus limitaciones, teniendo en cuenta hacia dónde queremos ir y a la velocidad que debemos ir, situando la dimensión temporal de nuevo como una variable importante…
Yayo Herrero: Creo que los Green New Deal han sido un avance importante. No olvidemos que hace diez años estábamos intentando convencer de que el cambio climático era verdad, no ya a Trump o Bolsonaro, sino a profesores universitarios. Los economistas salían de la Universidad sin haberse enterado de que el planeta tenía límites. Por tanto, el avance que se ha producido en la agenda política es notable. Ahora no estamos discutiendo cuestiones ligadas al negacionismo de la crisis, sino sobre cómo se aborda esta cuestión. Antonio Turiel dice que hemos pasado del negacionismo al «negociocionismo». Entonces, ¿qué es lo que sucede? Uno de los problemas es que se habla de un consenso científico y político que no existe. Lo que están diciendo desde el IPCC o desde la Universidad de Leeds, la de Harvard o el ICTA-UAB es que el cálculo de escenarios que hace la Agenda Verde europea es inviable físicamente si lo que se pretende es satisfacer las necesidades de todas las personas. Solo es viable si sostiene necesidades de sectores de privilegio y deja en los márgenes de la vida a otros sectores de población. Esa es la realidad. Para que estas agendas no dejen a nadie atrás, tendrían que asumir el inevitable decrecimiento de la esfera material de la economía. Es decir, se quiera o no, se va a utilizar menos energía, minerales y agua porque hay lo que hay, no tendremos más. A partir de ahí, se deben plantear políticas que atiendan a la suficiencia, al reparto, al principio de precaución y al cuidado como sus principales vectores. Tanto en la Ley de Extranjería como en la reforma laboral, en la Ley de Vivienda o en los modelos productivos se debe poner el foco en cómo se sostiene la vida dentro de ese inevitable decrecimiento de la esfera material de la economía. De lo contrario, encontramos políticas que chocan entre sí. Por ejemplo, se dice que hay que transicionar del coche de motor de combustión al eléctrico, pero es que no hacen falta grandes cálculos para ver que no es posible. Con unas pocas cuentas ya ves que el litio que necesita un coche eléctrico multiplicado por el actual número de coches de motor de combustión da como resultado el doble de las reservas mundiales de litio. Pero es que además también se quiere usar litio para aerogeneradores, placas solares y para la innovación digital. Todo esto no se sostiene sobre las toneladas de recursos que hay. La política pública debe ser consciente de esto (o tal vez es consciente y lo omite…). Desde el activismo tenemos que conseguir introducir también este tema en las agendas. Por ejemplo, Fridays For Future supone un revulsivo brutal, aunque es duro ver a chicos y chicas de 15 a 20 años increpando a la generación de sus padres diciéndoles: «te quitarías la comida de la boca por nosotros y lo sabemos, pero en este momento es tan fuerte la desconexión de lo material que te resistes a dejar el coche». Digo las cosas más planas sabiendo que no es un tema de responsabilidad individual, pero cuesta asumir eso.
El litio que necesita un coche eléctrico multiplicado por el actual número de coches de motor de combustión da como resultado el doble de las reservas mundiales de litio.
Jose Luis de Vicente: Sin duda Fridays For Future ha supuesto una ruptura en el plano cultural y en el imaginario político. Casi diría que ha sido el único movimiento que ha cambiado las fichas en el tablero, diciendo que todo lo que no sea un pacto intergeneracional es una guerra intergeneracional. Y esto hay que ponerlo sobre la mesa como la realidad en la que estamos, y superar esa lógica de que el cambio tiene un coste y que solo es posible cierto nivel de cambio en unos periodos de tiempo asumibles. Hay que superar ese tipo de pragmatismo político donde todos los gobiernos occidentales están, que básicamente es el de comprar el relato pero asumiendo un nivel de transformación muy limitado en sus parámetros económicos y sociales.
Yayo Herrero: También se ha producido una infantilización de nuestras sociedades… por eso es tan importante la irrupción de Fridays For Future y ver a gente tan joven que mira el futuro —y el presente— expresando cómo le gustaría que fuera, y poniendo toda la energía para intentar cambiar el rumbo por el que vamos. Me refiero a que cuando aparecieron noticias sobre el paro en las cadenas de suministro globales, se publicaron también artículos preguntándose: «¿qué hay que hacer para que la gente no sienta ecoansiedad?». Es como si se buscara el ansiolítico para eliminar nuestra incertidumbre, miedo o angustia sobre situaciones que son realmente angustiosas. Nos sorprende que haya tantos problemas de salud mental, pero ¿se puede estar sano en un mundo tan absolutamente enfermo? ¿Acaso no son los trastornos una respuesta sana a condiciones de vida inaceptables?
Jose Luis de Vicente: Incluso algo peor, generado por parte de ciertos bloques de la izquierda, que es señalar la ecoansiedad como una forma de privilegio, produciendo una tensión absurda al decir que si te preocupas por esas escalas de tiempo es porque tu día a día está resuelto y no tienes preocupaciones más urgentes. Me ponen muy nervioso esas respuestas que contraponen el fin de mes con el fin del mundo… Es esa misma tensión que hubo con la explosión de los «chalecos amarillos» en París. Lo que quieren decir en realidad es que esas aspiraciones ecologistas son cosas de pijos. Creo que no vamos a ningún sitio sin reconfigurar esas dos relaciones, sin entender que la ecoansiedad es parte de la precariedad moderna.
El futuro no va a ser decrecentista o aceleracionista, sino ambas cosas. Y no va a ser poscatastrófico o nutrido por una aceleración tecnológica, sino ambas cosas.
Yayo Herrero: Es que las dimensiones de la ecoansiedad son muchas. Cuando te cortan la luz en casa te enfrentas a una tremenda angustia y resulta que ese recurso básico, ese derecho humano, se ve limitado por las dinámicas de acaparamiento de un bien que además declina. Al final el asunto es que los seres humanos somos radicalmente dependientes de cosas que proceden en última instancia de la naturaleza y también dependientes de otras personas. Sin embargo, hay un proceso de desconexión brutal con esa materialidad de la vida, que se traduce en una precariedad máxima para los sectores más vulnerados y empobrecidos, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Y en los sectores más privilegiados que ahora padecen ecoansiedad se pretende tratar eso como una reacción anómala, como algo que incluso no existe. Una cosa es no complacernos en el dolor ni tener como propósito generar miedo, pero otra muy distinta es no acompañar y no visibilizar como normales las situaciones de angustia producidas por vivir en una sociedad que se va al carajo si no hacemos nada.
Distopías, futuros deseables y decrecimiento
Jose Luis de Vicente: Como decíamos antes, ni el «apocaliptismo» ni el distopismo nos sirven, porque son políticamente inútiles, científicamente inexactos y pobres en sus capacidades para crear imaginarios emancipadores. Pero fuera de eso, uno de los pocos imaginarios que se ha venido consolidando son una serie de utopías verdes urbanas que se nutren de los posos de la socialdemocracia y también de los Green New Deal. Algo así como unas ciudades ecosostenibles y comunitarias formadas por huertos urbanos, gente en bicicleta y rediseñadas con estrategias de reruralización, etc. Pero, quizá por mi tradición también vinculada a imaginarios de la ciencia ficción, creo que lo poco que podemos asegurar sobre el futuro es que va a ser raro. Es decir, esos imaginarios no se van a desplegar en direcciones únicas, sino más bien de forma híbrida y fragmentada. El futuro no va a ser decrecentista o aceleracionista, sino ambas cosas. Y no va a ser poscatastrófico o nutrido por una aceleración tecnológica, sino ambas cosas. La verdad es que no sé cuánto se puede reclamar la palabra «utopía» como una herramienta útil, pero sí es necesario imaginar futuros deseables. Y evidentemente en el ámbito del arte, del diseño especulativo o de la arquitectura se están creando muchas narrativas interesantes. La cuestión es que cuando nos preguntamos de qué manera somos capaces de imaginar el futuro, nos asaltan diversos marcos que se van consolidando, como el capitalismo verde, el decrecimiento, diferentes formas de aceleracionismo, el extincionismo o relatos muy apocalípticos. Y ahí me interesa mucho tu posición, adscrita al decrecimiento, y me gustaría saber cuáles son tus certezas sobre esos escenarios de futuro y cómo crees que aterrizan en contextos sociales concretos, que es lo más lo más difícil de imaginar…
Yayo Herrero: Sí, empiezo aclarando que para mí el decrecimiento no es una propuesta política o una ética. Para mí el decrecimiento es un dato. Solo hablo de decrecimiento para referirme a la inevitable reducción de la esfera material de la economía. Es decir, menos litio, menos platino, menos cobre, menos petróleo, menos carbón, menos gas natural y además menos territorios que nos sean familiares, porque efectivamente el futuro. va a ser muy raro. Hay muchos territorios —como cuenta la gente campesina— donde el conocimiento generado ha estado ligado a su funcionamiento, sabiendo qué y cuándo sembrar, dónde y al lado de qué sembrar cada cosa, etc. Toda esa relación entre saberes y territorio se está desmoronando y desvertebrando, y habrá que aprender de nuevo a través del ensayo y error, como ha aprendido la humanidad a lo largo de la historia. Entonces, cuando hablo de decrecimiento es para constatar la reducción material que afecta a todos los seres humanos en la construcción de su metabolismo social. Viviremos con menos materiales y con menos energía. Esto es algo que, mientras la ley de la entropía no sea falsada, resulta irrebatible. Frente a eso, mi apuesta, y esa sí que es una posición ética y política, es que salgamos de esto con la mayor generación de felicidad posible y sin dejar atrás a nadie. Y lejos de la voluntariedad individual o el sacrificio que a veces maneja el decrecimiento entendido como ética, lo que tenemos son conflictos ineludibles con toda esa gente que acapara lo que no le corresponde. A este conflicto antiguamente se le llamó lucha de clases y ahora lo podríamos llamar como sea, pero es un conflicto real. Creo que es más interesante políticamente hablar de suficiencia, apelando a que todo el mundo tenga lo suficiente. Habrá quien necesite más, porque es real que habrá quién necesita más y quien pueda vivir con menos.
Jose Luis de Vicente: Sí, también creo que el decrecimiento como un plan organizado tiene muchos problemas: entre otros, cierra la posibilidad de invención de nuevas maneras de vivir, porque ya están predefinidas en la renaturalización y en la reruralización y por un imaginario no sé si preindustrial, pero sí un poco pastoral. Pero es que no todo el mundo quiere vivir de una misma manera y además un mundo de nueve mil millones de habitantes en 2050 es muy distinto a uno de dos mil quinientos millones en 1950. Siendo sincero, no tengo una enorme certeza sobre cuál es la apuesta, incluso pienso —como suele ocurrir en estos casos— que todo el mundo tiene un poco de razón. Asumo, evidentemente, la disminución de la esfera material, pero eso no siempre tiene que estar ligado a renuncias o a una precarización acelerada. Pensemos en la movilidad. Por ejemplo, si esa herencia del siglo xx vinculada a la unidad familiar, el automóvil, se sigue planteando como un modelo, no es porque sea ni mucho menos la mejor solución a los problemas de movilidad, sino por su peso en la economía.
Yayo Herrero: Creo que es obvio que no es la mejor solución, pero para mucha gente, dejar el coche sí que lo vive como una renuncia…
Jose Luis de Vicente: Sí, pero cualquiera que vive esa experiencia personal puede entender y asumir un análisis que en modelos de movilidad está muy claro: una bestia de casi 2.000 kg de peso y que el 90 % del tiempo está parada y solo se usa un máximo de 40 o 60 minutos al día difícilmente puede ser la mejor solución. Ese nivel de ineficiencia lo puede entender cualquiera. Por otro lado, también hay algunos datos positivos, como por ejemplo que se están vendiendo muchas más bicicletas eléctricas que coches eléctricos. Y por ahí encontramos un espacio que es bastante transversal, asumible por decrecentistas y por defensores de una economía digital, como es el hecho de pasar de una economía de productos a una de servicios. Unos y otros comparten que se incrementa la eficiencia cada vez que puedes eliminar un producto y convertirlo en un servicio y, además, esa economía basada en servicios que materialmente es más eficaz puede operar en una lógica capitalista, por tanto es tremendamente transversal. Sí me generan más dudas otras cuestiones, como ese escepticismo constante respecto a la tecnología. No niego que es una tentación permanente acudir a la tecnología como un agente salvador. Siempre pienso en el mismo ejemplo, cuando en un debate electoral del Partido Republicano durante la candidatura de Trump, Jeb Bush al ser preguntado por el cambio climático dijo que la solución la estaba inventando un joven en algún garaje en esos momentos. Sin embargo, la posición opuesta del escepticismo absoluto rompe toda posibilidad de imaginar objetos o sistemas que hoy no tenemos. Acepto por ejemplo el argumento de un pseudoaceleracionista como Benjamin Bratton cuando dice que cualquier solución requiere de un plan macro a escala global. Bratton otorga mucha importancia a ese plano, el de la planetariedad, que de alguna forma prolonga la idea de un internacionalismo que en buena medida hemos perdido. De hecho, el cambio climático, si bien no lo podemos experimentar de una manera completa a escala personal, sabemos que existe gracias a una macroestructura de computación planetaria. Tenemos el mundo inundado de sensores que pueden recoger información y que generan modelos que pueden afirmar verdades. Y es que ¿habría cambio climático detectable en un mundo sin computación planetaria a gran escala? Entonces, ¿por qué cercenar alguno de estos caminos que nos puede llevar a intervenciones tecnológicas que sí crean nuevos escenarios deseables? Desde la biología sintética con bacterias que devoran plásticos o desde la computación cuántica para enfocar el problema desde nuevos ángulos. Soy consciente que esto nos lleva muy rápido a relatos de ciencia ficción que pueden ser complacientes, pero también creo que son agentes políticos que no podemos desplazar.
Yayo Herrero: Sí, sí, yo también lo creo. Debatiría la formulación que en su momento planteaba Lovelock, esa idea de que el conjunto de la organización de la biosfera y de los sistemas vivos es una especie de supermáquina de computación…
Jose Luis de Vicente: La hipótesis Gaia…
Yayo Herrero: Sí, pero Lynn Margulis le dio una vuelta de tuerca y planteaba, no tanto un modelo computacional, sino un modelo de autopoiesis y de autogeneración basado además en dinámicas relacionadas con la simbiogénesis y la cooperación.
Jose Luis de Vicente: Pero Bratton no lo dice tanto en el sentido de Lovelock, sino que viene a decir que la principal arma que tiene la comunidad científica global para generar los informes del IPCC es la computación planetaria interconectada a gran escala, esto es, la posibilidad de agregar datos de muchísima resolución en muy poco tiempo sobre la escala planetaria.
Yayo Herrero: Sí, es innegable. Por situarlo bien, creo que la tecnología es condición necesaria para resolver el problema e intentar salir de él con los criterios que planteábamos. Pero me parece más problemático que no se asuma que siendo condición necesaria no es condición suficiente. El problema de la fe tecnológica son los discursos del «quédate tranquilo, no te muevas, ya lo está inventando alguien en un garaje». Necesitamos probablemente lo que alguien esté inventando en un garaje, pero necesitamos también medidas de redistribución de la riqueza y de justicia. Por otro lado, me llaman mucho la atención algunas propuestas que vienen desde la esfera puramente tecnológica. Por ejemplo, sigo con fascinación todo el discurso de Elon Musk porque de verdad me fascina cómo cuenta las cosas. Hay un relato brutal de fondo cuando explica la terraformación de Marte en su manifiesto. Dice que dentro de un siglo, un millón de personas podrán vivir en Marte debajo de una cúpula para soportar las radiaciones y las temperaturas de 60 grados bajo cero. Y lo harán cultivando sus propios alimentos y reciclando sus heces. Es decir, resulta que la promesa consiste en dar por perdido lo que tienes aquí para hacer deseable un futuro en el que, en Marte, debajo de una cúpula, vivirás como un permacultor: ¡justo la opción de vida que aquí y ahora está sistemáticamente desvalorizada porque, se dice, es como volver a las cavernas! Resulta una locura pensar que la línea de progreso pasa de las cuevas de Altamira a las cuevas en Marte sin más solución…
Jose Luis de Vicente: Exacto… un gran salto adelante para dar un gran salto atrás…
Yayo Herrero: Además, una gran promesa para un millón de personas, ¿y qué pasa con los 7.800 millones de personas restantes? En fin, en todos los ámbitos hace falta tecnología, también en la agroecología, y por supuesto que hay determinadas miradas de la biología sintética interesantes. No hay que descartar ninguna vía de activación de la imaginación para resolver los problemas. Eso sí, siempre que tengamos en cuenta cómo funciona la trama de la vida y sin olvidar que ese proceso que ha prosperado durante 5000 o 6000 millones años muestra algunas regularidades que importan.
Jose Luis de Vicente: Esta máxima que has sugerido, según la cual todos los frentes son condición necesaria pero no suficiente, se aplica absolutamente a cualquier ámbito del que podamos hablar sea cual sea el ángulo. El problema es que a veces no somos lo suficientemente conscientes de ellos porque el tamaño de la empresa es tan inmenso que resulta muy difícil abarcarla, pero es que este es el tamaño del desafío al que nos enfrentamos.
Yayo Herrero: Quizás necesitamos mucha más humildad epistémica, y asumir que siempre nos aproximamos a las cosas de forma parcial e incompleta.
