Entrevista a Thea Riofrancos por Rubén Martínez

Traducción: L’entrellat

Rubén Martínez | Hay algunos aspectos del Green New Deal, y en particular del de Estados Unidos, que me gustaría que nos explicaras. Pero antes de nada, ¿nos podrías contar de qué se trata y qué aporta de nuevo?

Thea Riofrancos | El Green New Deal es un novedoso paradigma para abordar el cambio climático mediante una combinación de políticas e inversiones públicas y de movilización social. Lo que aporta de nuevo es la profunda conexión que establece entre la crisis climática y la crisis de la desigualdad socioeconómica. Así, rechaza un paradigma basado en el mercado o un planteamiento centrado en políticas como fijar un precio adecuado para el carbono con el fin de reparar los errores del mercado que, al parecer, han producido el cambio climático. Por lo tanto, en lugar de soluciones elitistas y tecnocráticas en función del mercado, el Green New Deal afirma que debemos sacar a la luz y centrarnos en las conexiones entre la crisis climática y los problemas cotidianos de la gente de a pie. En consecuencia, para abordar la crisis climática es preciso un alto grado de inversión pública que produzca mejoras materiales en la vida cotidiana de la gente y que al mismo tiempo mitigue la crisis climática.

De hecho, el Green New Deal integra múltiples escalas, puesto que se pueden aplicar sus conceptos básicos a cualquier instancia de gobierno. Podemos pensar en un Green New Deal urbano o en uno provincial, nacional y hasta mundial. Incluso podemos acotarlo a un barrio o al interior de una unidad de vivienda social e imaginar cómo se aplicaría en esa esfera doméstica. Así pues, es maleable en cualquier escala, porque la conexión entre la desigualdad y la crisis climática —tal como han apuntado durante mucho tiempo los movimientos por la justicia climática— se halla en cada una de las instancias de gobierno bajo las cuales vivimos. Algunas de estas políticas ya son una realidad, otras todavía tienen que implantarse. Un buen ejemplo de ello es la vivienda social sostenible. Se trata de viviendas sociales financiadas por los gobiernos, municipales o nacionales. Estos edificios destacan por su eficiencia energética y por su completa electrificación. Algunos de ellos, incluso, generan energía a pequeña escala gracias a placas solares. El objetivo es afrontar al mismo tiempo la crisis habitacional y la crisis climática mientras en el proceso de construcción se crean empleos dignificados y con presencia sindical.

Rubén Martínez | En el desarrollo de este tipo de programa, sin duda aparecerán contradicciones. De hecho, has analizado algunas de ellas con rigor y has planteado posibles estrategias para encararlas. ¿Podrías explicar algunas de estas contradicciones?

Thea Riofrancos | Hay diferentes tipos de contradicciones, pero en primer lugar me gustaría abordar un reto político que se fundamenta en el sistema económico. En Estados Unidos, hemos presenciado la dificultad para aprobar incluso gastos básicos en materia de clima e inversión pública para una red de seguridad social. Me refiero al Partido Demócrata, olvídense de los republicanos que niegan completamente la crisis climática. Sin embargo, hasta en las filas de los demócratas, hay algunos senadores muy amigos de las grandes corporaciones que están bloqueando esta versión de mínimos del Green New Deal. Se oponen a medidas de puro sentido común porque reciben donaciones desorbitadas del sector de los combustibles fósiles y de las farmacéuticas e inmobiliarias. Es decir, que enseguida se hace evidente que las posibilidades de un Green New Deal están limitadas por la relación entre el capitalismo y una forma débil de democracia representativa. Es al mismo tiempo un bloqueo y un reto político, pero ¿cómo podríamos superarlo? Necesitamos más formas de acción colectiva de agitación extraparlamentaria que les haga la vida imposible a estos diputados, a la vez que es imprescindible una relación más estrecha con el movimiento obrero. En Estados Unidos estamos ante los niveles de huelgas y altercados en el ámbito laboral más elevados de las últimas décadas, pero es preciso que los trabajadores en lucha establezcan vínculos con las demandas medioambientales y ecosocialistas.

Vayamos ahora a las contradicciones más profundas. Quisiera destacar dos de ellas. La primera es la contradicción interna inherente a cualquier programa de transición. En el proceso de transición habrá tensiones entre, por un lado, los intereses particulares, los modos de producción y los sectores económicos asociados al paradigma entero que se trata de desmantelar; y por el otro, los nuevos sectores económicos que se pretende engendrar. Es decir, en primer lugar, la transición produce tensiones entre las actividades económicas tradicionales y las nuevas. Además, mientras continuemos viviendo bajo el capitalismo, la inversión económica y el crecimiento sectorial respecto a la energía renovable o las tecnologías verdes no estarán completamente en manos de los trabajadores ni se producirá tan solo gracias a la inversión pública. Hay capitalistas que invierten en dicho sector y, a corto y medio plazo, necesitamos esta inversión privada. Al mismo tiempo, queremos decantar la balanza hacia la proliferación de formas de inversión económica públicas y bajo propiedad de los trabajadores, porque es un camino más rápido hacia la descarbonización y permite un control racional y democrático sobre las inversiones, en oposición a los intereses miopes de los capitalistas que solo buscan el beneficio. Pero no podemos pasar de un modo de acumulación a otro de la noche a la mañana. Así pues, mientras tanto, el sector privado también tiene que descarbonizarse y precisamos políticas públicas que le empujen a hacerlo, pero sin llegar a dar demasiado poder a una nueva clase de capitalistas «verdes» con un interés particular en la rentabilidad de los sectores verdes. En concreto, las políticas públicas que incentiven o exijan la descarbonización deben tener cuidado de no fundamentarse en la garantía de beneficios o en la rentabilidad de la inversión (es decir, no tienen que «eliminar el riesgo»); porque hay inversiones que aunque no sean rentables, son necesarias para el bienestar social y la salud del planeta. En general, corremos el riesgo de impulsar esta nueva clase de inversores «verdes» que no van a la raíz del problema. Sí, hay un riesgo, pero es inevitable y hay que hacerle frente mediante una mezcla de políticas públicas y movilización social en este periodo de transición que, por cierto, tiene múltiples salidas. Puede que hagamos una transición hacia la democracia ecosocial que nos acerque al socialismo o tal vez nos encaminemos hacia el ecofascismo. Hay múltiples capas de incertidumbre.

El sector privado también tiene que descarbonizarse y precisamos políticas públicas que le empujen a hacerlo, pero sin llegar a dar demasiado poder a una nueva clase de capitalistas «verdes».

La segunda contradicción es que producir y desarrollar infraestructuras y tecnologías verdes requiere extraer recursos. Incluso si dichas tecnologías e infraestructuras se produjeran en fábricas de los trabajadores y se desplegaran gracias a la inversión pública en investigación y desarrollo, el hecho es que requieren una cierta extracción de recursos. Se trata de un asunto social y político clave tanto en Chile, el segundo productor mundial de litio, como en Europa y Estados Unidos, donde se están explorando y explotando yacimientos de litio. La extracción de recursos, y en especial la minería (incluyendo el litio), es uno de los sectores que más destruye el medioambiente y también genera emisiones. Aunque deberíamos tratar de reducirla al mínimo, cualquier extracción siempre tendrá un impacto ambiental. Parece un nudo gordiano, porque aprovechar la energía renovable y construir una nueva sociedad más verde implica un cierto impacto ambiental, una cierta huella material, un cierto gasto de agua y energía…

Rubén Martínez | Has trabajado mucho en los conflictos del extractivismo, sobre todo en Chile. Para profundizar un poco más en la cuestión, me gustaría que nos hablaras de un aspecto que no se suele tocar. ¿A qué escenarios podemos aspirar, teniendo en cuenta la correlación de fuerzas? En otras palabras, ¿qué poder de negociación tienen hoy por hoy las comunidades organizadas del Sur afectadas por el extractivismo?

Thea Riofrancos | Nos encontramos en un momento muy fluido y dinámico de la balanza de las fuerzas de clase. A veces se tiende a hacer un retrato coyuntural de ellas, pero quisiera subrayar hasta qué punto se trata de fuerzas en movimiento. En estos momentos, el dinamismo del capitalismo verde y del desarrollo tecnológico verde abre oportunidades para que los movimientos, tanto de trabajadores como de indígenas, campesinos y comunidades, perfeccionen sus estrategias sin perder de vista el rumbo que toma el capitalismo. Así, en los movimientos atentos al cambio de direccionalidad se puede producir un desarrollo estratégico endógeno. La principal dificultad es organizarse en el marco del capitalismo globalizado, de los mercados integrados mundialmente. El capital es muy móvil y las empresas tienen la capacidad de optar en cualquier momento por la evasión de capital. Tan pronto como los trabajadores se organizan o las normativas empiezan a limitar los beneficios, el capital dice: «vale, nos largamos». Los trabajadores y los gobiernos están bajo la amenaza constante de la movilidad y la evasión del capital. No obstante, lo interesante del sector de la extracción es que se limita un poco la evasión de capital, no del todo, porque siempre hay algún yacimiento de cobre en otro lado; pero los recursos, por naturaleza, se hallan en un sitio dado. Aunque es cierto que no todos esos recursos son, por fuerza, escasos o raros (en el sentido geológico), hay yacimientos mejores o peores y, de los conocidos, algunos son más viables económica y tecnológicamente. Las inversiones iniciales en exploración e infraestructura en una determinada mina o yacimiento y la obtención de los permisos representan gastos a fondo perdido. De modo que no es tan fácil para las empresas irse sin más, porque quieren recoger todo el fruto de la inversión que han hecho en un lugar concreto. Así pues, hay un pequeño límite en esta forma pura de movilidad o evasión de capital que suele ocurrir en otros sectores o en otros eslabones de la cadena de suministro. De entrada, proporciona a los trabajadores de las minas y a las comunidades afectadas un poco más de influencia.

Para empezar, la relación de fuerzas es absolutamente asimétrica. Vemos que hay comunidades marginadas por completo que viven en el interior, en la periferia rural, a menudo, lejos de los centros de poder urbano y cosmopolita. La inversión pública las ha dejado de lado y no acostumbran a tener ni siquiera los servicios básicos. La empresa lo suele aprovechar y argumenta que invertirá en carreteras, escuelas, instalaciones eléctricas y lo que haga falta. Sin embargo, por otro lado, las comunidades tienen maneras de hacerse fuertes y detener un proyecto e incluso obstruir directamente una actividad económica, algo que no siempre sucede en otros sectores. Y no tan solo gracias a este poquito más de influencia que obtienen debido a la inseparabilidad del territorio y los recursos, sino también gracias al papel regulador del Estado, que supone algunos obstáculos básicos que la empresa tiene que superar. A veces los Estados son propietarios del recurso o de la tierra o, en caso contrario, por lo menos se encargan de elaborar los informes de impacto medioambiental. Las comunidades pueden servirse de dichos procesos de regulación administrativa para movilizarse e intervenir. A veces, sus demandas llegan a las audiencias públicas y el Estado permite que se abra un debate para concluir que el proyecto tiene demasiado impacto medioambiental. Hemos visto cómo esto ocurría en América Latina, en Estados Unidos y en Europa, con el litio y otros proyectos de extracción. En resumen, la naturaleza de los proyectos extractivistas, que los liga a un lugar determinado, y el hecho de que requieran más implicación estatal que otros sectores económicos, proporcionan a las comunidades grietas interesantes y métodos de presión.

Rubén Martínez | ¿Y hay alguna posibilidad de que estos movimientos se amplíen y lleguen a superar o desbordar su conflicto local?

Thea Riofrancos | Otro factor que aumenta la capacidad de las comunidades para paralizar, obstaculizar o, incluso, detener proyectos es la creación de redes transnacionales, como hemos observado durante las dos últimas décadas. Las comunidades afectadas por las cadenas de suministro en expansión también están dispersas en el espacio. Sin embargo, las comunidades afectadas en las fronteras de la extracción de las cadenas mundiales de suministro cada vez están más coordinadas entre sí. En parte, este fenómeno se debe a los avances tecnológicos en internet y telefonía móvil, que permiten que comunidades que viven a gran distancia estén en contacto. Durante la covid, las comunidades llevaron a cabo una gran tarea de activismo digital. Vi actos en los que participaban comunidades de Chile, Portugal y Rusia que formaban parte de la misma cadena de suministro o luchaban contra la misma empresa. Esta coordinación refleja y contribuye a generar un sentimiento creciente de intereses compartidos más allá de las fronteras y una voluntad de organizarse en la misma escala de las cadenas de suministros, lo que significa una organización transnacional.

No hay que negar lo obvio: es cierto, hay un conflicto de clase asimétrico entre, por un lado, los trabajadores y las comunidades y, por el otro, las empresas multinacionales. Pero solo quisiera hacer hincapié en que los trabajadores y las comunidades disponen de herramientas y métodos de presión. Considero que tanto las empresas de todos los sectores económicos como los gobiernos están muy alarmados por las interrupciones en sus cadenas de suministro, una inquietud que aumentó durante la pandemia y se intensificó con los impactos económicos mundiales de la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Esta preocupación es todavía más marcada y evidente en los nuevos sectores tecnológicos que acaban de despegar y que aún no han construido del todo su cadena de suministro. Los sectores de las baterías y los vehículos eléctricos constituyen un buen ejemplo. Lo positivo es que las interrupciones pueden tener mayores impactos porque a los gobiernos y las empresas les preocupa mucho la seguridad de la cadena de suministro. Si consideran que algo la amenaza, una movilización o una huelga, tal vez se espabilen para sentarse en la mesa de negociación y para tratar de satisfacer las exigencias de la comunidad o de los trabajadores. Hay una parte negativa, también, que es el papel cada vez más importante que desempeña el Estado para garantizar la seguridad de estas cadenas. Una vez asume la tarea de asegurar la continuidad de la producción, a veces usa métodos represivos contra los trabajadores y las comunidades con el fin de proteger la producción y los beneficios.

Rubén Martínez | Si piensas en experiencias municipalistas como la de Barcelona, ¿qué tipo de relaciones, más o menos virtuosas, crees que se pueden establecer entre el poder público y los movimientos?

Thea Riofrancos | Los experimentos municipales radicales, tanto en España como en otros países, son consecuencia de la movilización de la ciudad. Dicha movilización en cierto modo se institucionaliza en las fuerzas políticas que han convertido a líderes orgánicos en candidatos electorales para los ayuntamientos y las alcaldías, candidatos que en muchos casos han llegado al poder. El rompecabezas empieza casi entonces. Lo he visto muy claramente en un contexto diferente, pero paralelo: la marea rosa de gobiernos de izquierda en América Latina. El primer gran hito es conquistar el poder, contra todo pronóstico, bajo condiciones de oligarquía, capitalismo mundial y democracia limitada. Sin embargo, el reto más importante empieza una vez en el poder: las contradicciones de un programa de transición y la tensión entre la escala de gobierno local y la escala mundial del capitalismo. Al mismo tiempo, estos experimentos demuestran los límites que implica trabajar en una escala urbana, algunos de los cuales podrían ser mitigados gracias a alianzas transnacionales de alcaldes y concejales de los ayuntamientos.

Los edificios son grandes objetivos para la descarbonización. Con el mismo enfoque del Green New Deal, habría que incrementar el acceso igualitario a la vivienda.

Sin embargo, déjenme ir un poco más allá. Hay, por lo menos, tres aspectos del gobierno ecosocialista en las ciudades que creo que son muy positivos. En primer lugar, estos experimentos suelen surgir de los movimientos sociales y los dotan de una forma más institucional y duradera para continuar existiendo una vez se diluye el momento de protesta. Aunque la institucionalización comporta un riesgo, el hecho de entrar en el gobierno aporta continuidad. La segunda ventaja es el conjunto de herramientas fiscales y políticas de las que dispone el Estado, a las cuales los movimientos no tienen acceso a no ser que se instalen en los pasillos del poder. Por último, y más directamente relacionado con el aspecto verde, está la capacidad potencial de articular la crisis climática con equidad social. Sabemos que en las ciudades los edificios representan uno de los principales agentes de emisión. Todo el sistema energético pasa por los edificios. La calefacción, la electricidad, la refrigeración están conectadas a nuestro sistema eléctrico basado en combustibles fósiles. Sin embargo, tal como he dicho y ha demostrado el trabajo de mi colaborador, Daniel Aldana Cohen, se puede transformar por completo el modo de construir o readaptar los edificios y modificar la manera de calentarlos y regular la temperatura o distribuir la electricidad en su interior. Los edificios son grandes objetivos con respecto a la descarbonización y a la reunificación, la distribución y el almacenaje de energía. Con el mismo enfoque del Green New Deal, habría que incrementar el acceso igualitario a la vivienda. Otra gran fuente de emisiones es el transporte, está claro que depende de si se regula a escala nacional o municipal. Si se consigue que la gente se mueva en transporte público, a pie o en bicicleta, si se consigue lo que Barcelona o París están tratando de hacer y realmente mengua el número de coches, se reducirán las emisiones. Si el sector público desempeña un papel importante, disminuirá la contaminación local impulsando los beneficios concretos para la salud pública que se siguen de descarbonizar el transporte y los edificios.

Rubén Martínez | Supongo que no hay que perder de vista los límites y riesgos, como el de la institucionalización de los movimientos que ya has avanzado…

Thea Riofrancos | Las oportunidades y los límites son dos caras de la misma moneda. El hecho de que un movimiento llegue al poder supone un gran beneficio, pero luego es complejo evitar que se desmovilice. Permanentemente, hay que forjar líderes desde las bases para poder presentar a gente en todas las elecciones municipales, en todas las elecciones para alcaldías, etc. También es preciso tener conexiones con el personal de las administraciones de tales alcaldes, porque no actúan solos y necesitan asesores y gente que esté vinculada con el movimiento que pueda intervenir en su gobierno. Los movimientos deberían ser activos en generar más líderes para ocupar las diferentes posiciones de gobierno, pero al mismo tiempo es imprescindible una presencia externa para que los líderes electos tengan que responder a las exigencias del movimiento. A pesar de que a veces esto pasa por obligar a los cargos electos a cumplir su palabra, otras pasa por defenderlos ante las fuerzas conservadoras y reaccionarias con el fin de garantizar que dispongan de apoyo político para contrarrestar los intereses financieros de estos otros sectores, como el sector inmobiliario o el de los servicios, que siempre se van a alinear en su contra. Así pues, hay formas de movilización ofensivas y defensivas, pero todas son necesarias, porque hay que dar por hecho que Ada Colau, o quien sea, siempre se moverá en un entorno muy hostil. En consecuencia, la gran dificultad es que una vez se institucionaliza el movimiento, se corre el riesgo de la desmovilización. ¿Cómo se continúa incentivando la movilización y la energía del movimiento cuando se llega al poder? Se trata de un reto inmenso.

Otro obstáculo que hay que tener en cuenta es el desfase entre la escala de gobierno y la escala de inversión. Por un lado, tenemos todas las políticas locales que contribuyen a la descarbonización y hacen que la ciudad sea más igualitaria. Sin embargo, muchas veces dependen de políticas nacionales y tienen que recibir un financiamiento suficiente por parte del gobierno nacional para poder embarcarse en dichas transformaciones. Por el otro, como he apuntado antes, tenemos la movilidad y la evasión de capital, que suponen una verdadera amenaza para las ciudades. Siempre que se regula el capital y ello afecta a los intereses inmobiliarios o, tan solo, a un almacén de Amazon concreto, la amenaza se perfila, puesto que los municipios son muy dependientes de estos sectores y empresas para el empleo, la recaudación de impuestos, etc. Las ciudades, literalmente, compiten para atraer a estas compañías mediante sociedades público-privadas, a menudo en forma de alianzas empresariales. Para una ciudad es difícil tirar millas para establecer regulaciones y garantizar el bienestar de la población, porque se arriesga a alejar las inversiones privadas y los nuevos empleos, lo que puede causar que el gobierno municipal pierda popularidad. De hecho, creo que solo podemos proteger los gobiernos municipales de tales riesgos mediante expresiones de poder popular.

Sin embargo, en última instancia, considero que los gobiernos municipales no bastan. Es obvio que se precisan cambios en todas las esferas, pero para nuestros propósitos, la escala nacional es la más importante, porque queremos garantizar que se establezcan normativas más equitativas y parecidas en los diferentes municipios. Puesto que hay un cierto desequilibrio, el capital tiene la oportunidad de marcharse a lugares con mejores condiciones para sus beneficios. El gran problema de un país federal como Estados Unidos, pero también de España, es que hace falta una distribución más equitativa de los recursos entre las provincias, los municipios y cualquier instancia de gobierno por pequeña que sea; de modo que los gobiernos locales dispongan de los recursos necesarios para trabajar y no depender de impuestos sobre las ventas y tasas por el estilo que, de hecho, son bastante regresivas y muy dependientes del capital privado.

En una revolución pasiva, puede suceder que se implementen reformas bastante importantes, pero al mismo tiempo, que dichos cambios conserven el poder de la clase dominante, en general, mediante una suerte de modernización.

Rubén Martínez | Una última pregunta sobre el momento en el que estamos, pero desde un punto de vista más amplio. Vemos que una parte del statu quo aboga por una transformación del modelo actual. Pienso en el editorial del Financial Times que reclamaba un «reajuste del capitalismo» y la necesidad de aplicar «reformas para conservar», como rezaba el artículo. Al mismo tiempo, algunos sectores progresistas exigen cambiar el modelo y, para esta transición, hay que llevar a cabo reformas no reformistas. Y aquí se presenta el dilema: ¿cómo podemos estar seguros de que estas reformas no reformistas —que quieren evitar caer en el greenwashing y no cambiar nada—, en realidad, no son reformas para conservar?

Thea Riofrancos | Déjenme formularlo de otra manera. En una revolución pasiva, puede suceder que se implementen reformas bastante importantes, pero al mismo tiempo, que dichos cambios conserven el poder de la clase dominante, en general, mediante una suerte de modernización. La modernización que presenciamos hoy forma parte de la transición al capitalismo verde. Me refiero a la innovación tecnológica que tiene por objetivo internalizar en cierta medida los costes medioambientales del capital, de convertir los daños medioambientales en nuevos sitios de acumulación. La idea es que, a través de cambios en las regulaciones y la apertura de nuevos mercados, se puede incentivar al capital para que invierta en aquello que ayudaría a preservar el planeta y obtener un mínimo de estabilidad social (por ejemplo, sustituyendo las infraestructuras y tecnologías que dependen de los combustibles fósiles por otras que funcionen con energías renovables). No obstante, se trata de una «modernización » que preserva la principal dinámica de clases, ya que da poder al capital privado como principal inversor y continúa explotando a los trabajadores y la naturaleza.

Sin embargo, tal vez nos hallamos ante un escenario de reformas estructurales o no reformistas, en el que los movimientos exigen cambios en el statu quo asequibles pero estratégicos. Si se trata de una dinámica no reformista, el siguiente paso será que la victoria empujará a los movimientos a luchar todavía más y a presionar para obtener cambios más radicales. Lo que pasa es que una misma reforma puede desempeñar ambas funciones: mantener el poder de la clase dominante o dar fuerza a la lucha de la clase trabajadora. Por ejemplo, se invierte en vivienda social sostenible asequible para la clase trabajadora pobre y esta inversión sostenible también contribuye a estabilizar el capitalismo y a descarbonizar en cierta medida. Se cumplen las exigencias de los movimientos y las del capital, de manera que la clase trabajadora deja de movilizarse por la vivienda, porque se han satisfecho sus demandas. Aun así, también podría ser que la movilización continuara para exigir más viviendas o viviendas gestionadas por sus habitantes o mejores condiciones laborales para los trabajadores que las construyen, etc. Creo que, en realidad, en abstracto, es imposible saber qué rumbo tomarán los hechos. Solo se puede responder a la pregunta observando el proceso que ha engendrado los cambios y, en función de ello, la misma reforma puede tener consecuencias estabilizadoras o emancipadoras.

Tal vez, se trata de un movimiento preventivo por parte del Estado o el capital para guardarse de la posibilidad de más agitación social en un futuro. O quizá es el resultado de las tácticas del movimiento que han forzado al gobierno con presión externa o en combinación con los aliados de dentro del gobierno. En este caso, los movimientos sociales lo pueden considerar una victoria y sentirse fuertes, observando la relación entre la acción colectiva, la agencia política y las mejoras materiales. Ello puede catapultar a los movimientos a una consciencia política más elevada y a radicalizar sus demandas. Y, por último, se pueden mezclar ambos caminos. Una reforma puede tener un efecto estabilizador provisional, pero a medio plazo, nos damos cuenta de que ha habido algún avance político en el seno de la clase trabajadora o de otros sujetos políticos subalternos. Y en el siguiente asalto, resulta que son más fuertes. Por el contrario, a veces algo parece una victoria del movimiento, pero termina por generar desmovilización. Aunque en cualquier tipo de reforma siempre hallamos estas posibilidades duales y entremezcladas, la clave está en los procesos políticos que la han engendrado.