Con los zapatos cubiertos de lodo hasta los tobillos, Brian Fitzgerald se hunde en su delirio. Ha conseguido que funcione el complejo sistema de poleas que ha diseñado: el enorme barco que quiere transportar por la selva sale por fin del agua. Su traje, de un blanco incongruente y absurdo, se mantiene limpio a pesar del sudor y la mugre que se le pega a la piel con cada grito desquiciado, con cada golpe y cada gesto de amenaza que dirige a los hombres que trabajan para él. El traje inmaculado le hace parecer un santo, una aparición que se manifiesta en medio del barro que lo cubre todo, en mitad del cieno que mancha las ropas de los que mueven las poleas y cubre el rostro de los que mueren aplastados por el peso de su delirio, de los que fallecen con los huesos partidos y el cráneo roto después de que el barco les haya pasado por encima. Su obra también parece la de un santo, quién si no iba a conseguir el milagro de que los barcos naveguen entre la maleza en lugar de entre el oleaje, quién si no iba a exigir un sacrificio así, quién si no iba a reclamar tantas muertes entregadas a un capricho. 

Su mirada es también la de un iluminado, la de alguien que ha conocido los susurros de la alucinación. Pero Brian Fitzgerald no es ningún loco, no está enfermo ni padece ningún sufrimiento. Es un hombre blanco como tantos otros, un colono rico que cree que los demás han nacido para cumplir sus órdenes y satisfacer sus deseos. Su delirio no procede de la locura, sino del poder. Puede que su empresa de construir un palacio de la ópera en medio del Amazonas sea más extravagante que la de otros, pero está movida por el mismo deseo de sometimiento, por la misma voluntad de dominación. Brian Fitzgerald esclaviza y maltrata a todos los que le rodean porque son inferiores, porque no son blancos ricos a los que poder hablar de frente en vez de desde arriba, y por tanto le deben obediencia. Lo mismo sucede con la naturaleza, con esa selva exuberante que sin embargo para él es solo una molestia, un estorbo, algo que también debe ser sometido y dominado, puesto al servicio de los deseos y el beneficio del colono. Los árboles son talados para extraer la madera o explotados para fabricar caucho, la tierra roturada para el ganado, los animales maltratados y asesinados por simple aburrimiento. La naturaleza solo importa en la medida en que pueda ser explotada, usada para su capricho y su beneficio, utilizada como un medio para cumplir el fin de mantener la dominación que ejercen los que son como él. 

Fitzcarraldo, dirigida por Werner Herzog en 1982, es uno de los mejores ejemplos de la forma en que el cine ha reflejado la visión dominante sobre la naturaleza, pero no es ni mucho menos el único. Esta visión, que considera que el ser humano es ajeno a los procesos biológicos en los que están inmersas las especies que lo rodean, que cree que puede hablarse de una idea misma de naturaleza como algo distinto del ser humano, aparece de forma constante en todo el cine occidental. Ya sea de forma más explícita o de manera más velada, la gran mayoría de películas que transcurren fuera del entorno urbano están atravesadas por la percepción de la naturaleza como una fuerza hostil contra la que hay que luchar y a la que hay que someter. Esto es especialmente significativo en el cine de aventuras, que muchas veces tiene como argumento la supervivencia del protagonista en una naturaleza llena de riesgos y peligros. Generalmente esa supervivencia no se produce porque el protagonista se adapte al entorno y aprenda a vivir de forma armónica con él, sino porque logra vencerlo. Eso es lo que hacen los protagonistas de La Reina de África (John Huston, 1952) cuando se ven obligados a navegar por un río congoleño en una embarcación hecha pedazos: superar los peligros con que el río los amenaza, vencer al torrente de agua. Ataviada con un vestido tan incongruente y absurdo como el traje blanco de Fitzgerald, Rose Sayer suda bajo los encajes y los volantes pero se niega a deshacerse de ellos porque son precisamente esas telas ridículas las que la diferencian de lo que la rodea, las que le permiten saberse superior a los nativos, retratados casi como animales en el film, y colocarse por encima del entorno en el que vive predicando las bondades de un dios que también parece ridículo en aquella aldea de adobe. 

Fitzcarraldo, dirigida por Werner Herzog en 1982, es uno de los mejores ejemplos de la forma en que el cine ha reflejado la visión dominante sobre la naturaleza, pero no es ni mucho menos el único.

Otro de los géneros que ha reflejado con mucha frecuencia el deseo de someter a la naturaleza ha sido el western. Con films que se desarrollan casi en su totalidad en escenarios naturales o en pequeños pueblos, el western ha tenido un papel clave a la hora de fijar en el imaginario occidental contemporáneo el mito de la conquista de la tierra por parte del hombre blanco. Películas como Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958), Caravana de mujeres (William Wellman, 1951), La diligencia (John Ford, 1944) o Centauros del desierto (John Ford, 1956) han contribuido a actualizar y mantener vigente el discurso de dominio de la naturaleza que aparece en la cultura occidental en la Edad Moderna y que constituye uno de los pilares del desarrollo capitalista y la colonización. El sometimiento de la naturaleza se lleva a cabo para demostrar la supremacía del hombre blanco sobre lo que le rodea, pero también para obtener beneficio económico. La tierra, los animales y las personas racializadas, que también son consideradas «naturaleza», solo son recursos que explotar y sacrificar en aras del beneficio capitalista y la supremacía blanca. Aunque hay excepciones, el western contribuirá como ningún otro género a presentar como algo lógico, y casi inevitable en aras del progreso, el expolio de la tierra a los pueblos originarios y la explotación en forma de ganadería y agricultura de lo que antes eran espacios sin apenas intervención humana.

Esta percepción de la naturaleza como una fuerza hostil a la que hay que dominar tiene también una expresión clara en el cine de terror. Aunque una buena parte del género se desarrolla en espacios cerrados como las viviendas —pensemos por ejemplo en las cintas sobre fantasmas o posesiones demoníacas—, también hay multitud de ellas que tienen el bosque no solo como escenario del terror, sino como protagonista. En El proyecto de la bruja de Blair (Eduardo Sánchez y Daniel Myrick, 1999), convertida ya en un clásico del género y que tuvo un impacto social enorme en el momento de su estreno, el bosque no es simplemente el escenario donde ocurren los hechos, sino el elemento que aterroriza a los protagonistas. Heather, Michael y Joshua van buscando el rastro de una bruja y un psicópata que habitaron ese lugar, pero estos no aparecen en ningún momento. Lo que acaba aterrorizando a los protagonistas y arrastrándolos a la locura es perderse en un bosque lleno de sonidos, señales y sombras extrañas que no son capaces de identificar y de las que ni siquiera saben si son o no producto de su propia paranoia. Algo similar sucede con El bosque, de M. Night Shyamalan (2004), en la que el bosque que rodea la aldea donde se desarrolla la acción aparece como un lugar amenazante y hostil que se cobra la vida de numerosas víctimas. Shyamalan llevará esta idea todavía más lejos en El incidente (2008), donde los árboles se convierten en entidades malignas que cooperan para atacar a los humanos y asesinar a miles de ellos de forma consciente, aunque su conciencia no sea igual que la nuestra.

El western ha tenido un papel clave a la hora de fijar en el imaginario occidental contemporáneo el mito de la conquista de la tierra por parte del hombre blanco.

No obstante, la visión de la naturaleza como una fuerza amenazante y peligrosa no solo se ha limitado a los bosques y las especies vegetales. Dentro del terror hay todo un subgénero de películas dedicadas a animales terroríficos, algunas tan conocidas como Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963) o Tiburón (Steven Spielberg, 1975). El impacto social de algunas de estas cintas ha sido tan grande que han contribuido a aumentar el estigma y el rechazo que ya recaía sobre algunas de estas especies, como los cuervos, y a generar auténticas leyendas urbanas sobre otras, como los tiburones. Con elementos del terror aunque más cercano al cine de acción, encontramos otro subgénero que también refleja las ansiedades sociales y los miedos compartidos respecto a elementos y fenómenos de la naturaleza: el cine de catástrofes naturales. Cintas que hablan de tornados que devastan Estados enteros, como en Tornado (Jan de Bont, 1996); ríos de lava que engullen ciudades, como en Volcano (Mick Jackson, 1997), y tsunamis que acaban con cientos de miles de vidas, como en Lo imposible (Juan Antonio Bayona, 2012), son solo algunos ejemplos de la forma en que el cine refleja la ansiedad colectiva que nos provoca el hecho de no poder controlar una buena parte de los fenómenos que se producen en la naturaleza. Si, como veíamos antes, la idea de que el ser humano debe someter a la naturaleza es un presupuesto clave del pensamiento occidental, es lógico que aquellos fenómenos que no podemos controlar o entender del todo, como los volcanes o los tornados, y aquellos lugares en los que la intervención humana no es demasiado intensa, como los bosques, sean vistos como lugares amenazantes y terroríficos. Todo aquello que no puede ser dominado, o que al menos no lo ha sido todavía, es considerado una amenaza, un peligro. El colono divide el mundo que está a sus pies entre esclavos y monstruos.

Por suerte, esta visión de la naturaleza no ha sido la única que ha reflejado y reproducido el cine. Los entornos naturales con poca intervención humana también han sido vistos como lugares donde refugiarse de una sociedad individualista y cruel, donde encontrar el sentido que nos ha arrebatado un sistema basado en un consumo desaforado y una explotación laboral extrema. También como lugares donde sanarse, donde recuperarse de las heridas producidas por sucesos traumáticos y por situaciones de sufrimiento psíquico. Este es el caso de películas como La cabaña del fin del mundo (Stewart Raffill, 1975), que cuenta la historia de una familia que decide abandonar su vida en la ciudad para refugiarse en las montañas rocosas en Estados Unidos; o como Alma salvaje (Jean-Marc Vallée, 2014) y En un lugar salvaje (Robin Wright, 2021), que narran el proceso de sanación de dos mujeres que se marchan solas a un entorno natural para reponerse de la depresión que están atravesando y encontrar un nuevo sentido a su vida tras la pérdida de un familiar cercano.

Los entornos naturales con poca intervención humana también han sido vistos como lugares donde refugiarse de una sociedad individualista y cruel, donde encontrar el sentido que nos ha arrebatado un sistema basado en un consumo desaforado y una explotación laboral extrema.

La visión positiva de la naturaleza también se advierte en películas que adoptan una postura abiertamente crítica con la devastación del entorno y el trato que dan los seres humanos al resto de especies con las que comparten el planeta. Dos buenos ejemplos de esto último son Spoor (Agnieszka Holland, 2017) y Okja (Bong Joon-ho, 2017), que denuncian la caza y el sistema industrial de producción de carne respectivamente, y cuyas protagonistas deciden actuar ante la tolerancia y pasividad general que produce este tipo de violencia. También habría que añadir los films que reflejan la visión de la naturaleza de los pueblos originarios, que no estaba marcada por los intereses capitalistas ni por el deseo de sometimiento y conquista. Dentro de este grupo se puede citar la monumental Dersu Uzala (Akira Kurosawa, 1975), en la que un cazador nómada siberiano encuentra a un capitán del ejército perdido en la taiga y le enseña a respetar a la naturaleza. El capitán, enviado para poner en marcha un proyecto de explotación minera, conoce gracias a Uzala otra forma de ver el entorno natural que ya no está guiada por el extractivismo y la explotación. En este grupo también podemos incluir El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra, 2016), que denuncia el colonialismo europeo en el Amazonas colombiano a principios del siglo xx, pero cuyo director fue acusado por ocho mujeres de acoso y abuso sexual. En cierto sentido, El abrazo de la serpiente funciona como el reverso de Fitzcarraldo. Si en la película de Herzog el colono blanco era el que parecía un santo alucinado y delirante, aquí es Karamatake, un poderoso chamán de la Amazonia, el que se asemeja a un dios tan antiguo como la selva, mucho más que los propios hombres. Pero en Karamatake no hay delirio ni alucinación, no hay deseo de poder ni voluntad de dominación. Él mismo no es algo diferente de la selva que le rodea, no es algo distinto del resto de seres que la conforman. Es solo una encarnación más, quizá solo un poco más poderosa porque lleva toda su vida escuchando los susurros de la maleza. Esos que el hombre blanco teme porque le recuerdan que su deseo de dominación no es más que eso, un delirio.