
Entre lo ecológicamente necesario y lo políticamente casi imposible
La gran tragedia de nuestro tiempo es que lo ecológicamente necesario es casi políticamente imposible. Lo ecológicamente necesario es una reducción drástica de emisiones de CO2 como punta de lanza de un aterrizaje de emergencia de la actividad humana dentro de unos límites planetarios violentamente sobrepasados. Lo políticamente casi imposible es superar un modelo socioeconómico cuya estructura y lógicas profundas nos conducen a la catástrofe. En la naturaleza del capitalismo está ser infinitamente expansivo, someter la materia concreta del mundo a la tiranía de la abstracción, alimentarse de violencia sistemática sobre lo social y actos de piratería sobre lo común y generar desigualdad, caos y sufrimiento psíquico y material muy por encima tanto de lo tolerable como de lo que sería posible. Todos ellos son rasgos que nos adaptan especialmente mal al examen evolutivo de la crisis ecológica. Y que nos han situado en una cuenta atrás históricamente inédita. A un lado del pulso, la acumulación de capital, los beneficios empresariales, los derechos de propiedad y todo el poder de sus inercias y su fuerza coactiva. Al otro el derecho a la vida y el derecho al futuro en un planeta habitable. Esto es, la posibilidad de desviarnos de un camino suicida que ha exterminado ya a millones de especies. Y puesto en peligro de extinción a otras tantas, entre ellas la humana. No es un pulso equilibrado. De hecho, lo delirante de nuestra época es que los intereses creados alrededor de un coágulo de riqueza monetaria acumulada pesan, en la balanza colectiva, muchísimo más que algo tan inmenso como lo absolutamente todo. Porque estamos perdiéndolo todo: la vida, el mundo, el planeta, el futuro, para nosotros y para las generaciones que vendrán. Y perdemos para que unos pocos puedan, casi literalmente, atrincherarse en búnkeres donde acorazar sus privilegios en medio de la devastación.
Revertir la tendencia de este pulso es lo políticamente casi imposible. Este texto plantea una hipótesis para estirar ese casi todo lo que nuestra época permita y empezar a ganar: un Green New Deal articulado por una estrategia populista.
Para el decrecimiento, Green New Deal
De modo genérico, el Green New Deal es un dispositivo político y al mismo tiempo un programa para una transición ecológica socialmente justa. Se apoya en dos pilares, que afectan al hardware y al software de nuestro metabolismo socioeconómico. El primero es una reforma ecológica del modelo productivo y su tecnosfera: descarbonización completa mediante energías renovables, cierre de ciclos materiales, ecoeficiencia, industria verde, usos del suelo sostenibles (agroecología, reforestación, regeneración ecosistémica)… Dado el peso abrumador de los combustibles fósiles en la matriz energética de nuestro metabolismo social, esta ecologización técnica tendrá un efecto de arrastre sobre el conjunto de la vida económica y material, de un modo análogo a lo que pudo ser en su momento el uso del carbón, los motores de explosión, la electricidad o la digitalización. El segundo, es una transformación del software socioeconómico para producir una inmensa operación de redistribución de riqueza y para recuperar la iniciativa económica del Estado al servicio de las clases populares. Todo ello en el marco de una nueva era fiscal, verde, sí, pero sobre todo profundamente progresiva.
El formateo y reprogramación del software socioeconómico actual es fundamental en el Green New Deal. Y lo define tanto o más que el despliegue de las energías renovables. Por eso algunos de sus partidarios usamos el término en inglés, ya que su traducción al castellano es imposible. El New Deal es un significante que en la memoria anglosajona; hace referencia a un recuerdo histórico que es una potente declaración de intenciones. Un recuerdo de esos a los que en España por desgracia no podemos recurrir: los de abajo, a veces, ganamos. ¿Podemos imaginar que el presidente ejecutivo de Google pagase el 91% de sus beneficios en impuestos, y con ello financiar comunidades energéticas o un programa de renta básica universal? ¿Podemos imaginar que el 20 % del patrimonio privado de las grandes fortunas del país pasara por decreto a manos del Estado e invertirlo en una potente red de ferrocarril de mercancías o en escuelas de permacultura para el repoblamiento rural? Lo primero era lo habitual en el EE.UU. de posguerra, en el EE.UU. del New Deal, donde Roosevelt impulsó, sin declararlo, una suerte de tope a la acumulación de riqueza que sirvió para financiar sus programas sociales. Lo segundo fue el impuesto de reconstrucción nacional que De Gaulle impuso a la oligarquía francesa en 1945. El Green New Deal es incomprensible sin entender que busca movilizar estos y otros referentes históricos para drenar los coágulos de nuestra imaginación política, y aunar transición ecológica con la inauguración de una etapa posneoliberal en la gobernanza económica y en nuestro modelo social.
En el ámbito español el Green New Deal ha sido recibido con importante hostilidad por una parte del movimiento ecologista, que ha opuesto al Green New Deal la bandera del decrecimiento. Se trata de un debate falso, aunque comprensible.
En este punto son necesarias unas aclaraciones. En el ámbito español el Green New Deal ha sido recibido con importante hostilidad por una parte del movimiento ecologista, que ha opuesto al Green New Deal la bandera del decrecimiento. Se trata de un debate falso, aunque comprensible. En primer lugar, porque se están contraponiendo cuestiones de naturaleza diferente. Latouche, promotor de la idea del decrecimiento, lo define como una «ficción performativa», una provocación para descolonizar nuestras mentalidades de los apriorismos de la economía productivista: la necesidad de una expansión perpetua de su esfera material y la identificación de esta expansión con el progreso del bienestar y las posibilidades de una vida buena.
Este es un horizonte que ningún ecologista serio puede rechazar. Nuestra esfera material debe desescalarse hasta volver a situarse dentro de los límites planetarios, y debemos hacerlo desacoplando crecimiento de felicidad y reparto equitativo de la riqueza. Pero como dice André Gorz, el decrecimiento es una brújula que no puede tener en sí misma traducción política en nuestras sociedades. Herman Daly lo resume maravillosamente cuando dice «el decrecimiento es una buena idea en busca de un programa». Pero si el decrecimiento es una meta irrenunciable, el Green New Deal por el contrario es un camino, una traducción política para el aquí y el ahora, una fórmula para el mientras tanto; que además muchos defendemos que debe ser ecualizada en coordenadas poscrecentistas. El Green New Deal no va a implicar una contracción inmediata y general de la actividad económica. Será selectivo. Algunos sectores decrecerán y otros conocerán un fuerte desarrollo. Pero incluso estos últimos deben orientarse para sentar las bases estructurales que permitan enviar la lógica del crecimiento perpetuo al museo de la vida humana en el Holoceno. Por decirlo de modo provocativo, el Green New Deal es un medio político realista y pragmático para alcanzar el decrecimiento. Mi posición podría resumirse en: tanto decrecimiento como sea posible, tanto Green New Deal como sea necesario.
Pero también se trata de un debate falso porque, en segundo lugar, opera cierto reduccionismo falaz. Green New Deal no es capitalismo verde, aunque el capitalismo verde se quiera vestir de Green New Deal. El término está en disputa. Sus contenidos varían mucho dependiendo de si lo esgrime Ursula Von der Leyen o Alexandria Ocasio Cortez. La cultura política del movimiento ecologista sigue siendo presa de cierta concepción del conflicto político como el choque de dos fuerzas compactas y separadas. Si el enemigo usa tus términos, tus términos se habrían perdido, habrían sido «recuperados», o «desactivados». Nuestra posición es exactamente la contraria: no hay en política un dentro-fuera delimitado de antemano, solo campos de relaciones ambivalentes y siempre polisémicas. Si el enemigo quiere parecerse a nosotros, es porque lo estamos haciendo bien. El lenguaje debe pelearse desde una perspectiva de mínimo común múltiplo social. Siempre es preferible un significado menos depurado en lo ideológico, pero con mayor capacidad de interpelar a las mayorías. Siempre es mejor dos ideas en la cabeza de cien que cien ideas en la cabeza de dos.
El debate real está en otro lugar. En los derbis decrecimiento-Green New Deal lo que realmente está en juego son otras polémicas que se solapan. Fundamentalmente cuatro: I) inminencia (o no) de un colapso socioecológico; II ) el papel del Estado y el de los movimientos sociales en la transición; III ) un remake verde de la vieja polémica revolución-reforma, y IV) cómo se construyen sujetos políticos en sociedades modernas. Aunque no tengo espacio para argumentarlo, mi posición y mi defensa de un Green New Deal populista se establece en base a los siguientes presupuestos: I) el colapso es una posibilidad pero no un hecho consumado ni inminente; II ) el control del Estado tiene un papel central e insustituible en la transición ecológica; III ) la dicotomía revolución-reforma ha sido superada por la historia; IV) en sociedades modernas los sujetos políticos se construyen hegemónicamente y su máxima expresión es la construcción de pueblo.

Eclecticismo estratégico para desmantelar el capitalismo
Si el Green New Deal no es por defecto capitalismo verde, ¿qué puede ser? Erik Olin Wright distinguió cinco lógicas estratégicas en la historia del anticapitalismo. Las denominó aplastar el capitalismo, desmantelar el capitalismo, domesticar el capitalismo, resistir al capitalismo y huir del capitalismo. Aplastar el capitalismo se corresponde a los planteamientos revolucionarios clásicos. Desmantelar el capitalismo concuerda con el reformismo fuerte que aspira a transformar el sistema socioeconómico, pero con métodos graduales y compatibles con el pluralismo político democrático (la socialdemocracia de la Segunda Internacional). Domesticar el capitalismo se ajusta a la socialdemocracia moderna, que no aspira a trascender el orden socioeconómico capitalista, solo a corregir sus peores efectos. Resistir al capitalismo y huir del capitalismo son lógicas que nos remiten a la conflictividad popular, por un lado, y a la experimentación de alternativas económicas y culturales por otro, que disputan parcelas de poder concretas a las lógicas del sistema capitalista, pero no lo impugnan en tanto que sistema. La lucha sindical es el ejemplo histórico más evidente de resistencialismo anticapitalista. Y la economía social es el más exitoso de los experimentos de éxodo fuera del capitalismo que hemos conocido.
Por decirlo de modo provocativo, el Green New Deal es un medio político realista y pragmático para alcanzar el decrecimiento.
Siguiendo este esquema, el Green New Deal del que quiero reivindicarme sería uno que, partiendo de la lógica estratégica donde está hoy situada la tarea de la transición ecológica justa, que es en la categoría «domesticar el capitalismo», aspira a que esta se desplace gradualmente a la lógica estratégica «desmantelar el capitalismo». Se suele reprochar, con mucha razón científica por parte del ecologismo, que la emergencia climática no admite gradualismos. Si ha habido tiempos con «condiciones objetivas» para aplastar el capitalismo mediante una revolución rápida es ahora. El problema de estos planteamientos maximalistas es que pecan de una ingenuidad histórica abrumadora. Después del siglo XX, el mito clásico de la revolución ha quedado invalidado. Sin espacio para justificarlo como merecería, hoy debemos asumir sin autoengaños que las estructuras socioeconómicas profundas no se revierten en unos pocos años ni en unas pocas décadas a golpe de varita mágica revolucionaria. Ni aun teniendo el monopolio de un poder político indiscutido. Debemos asumir que la economía del día después de la revolución estará obligada a ser mixta en alguna proporción importante, y por tanto se dedicará a desmantelar y no a aplastar el capitalismo; que acceder a ese monopolio del poder por vía insurreccional y mantenerlo suele conllevar un coste inmenso, en lo político y en lo ético, por las resistencias feroces que va a encontrarse, y que obligarán a la revolución a acuartelarse en un síndrome defensivo permanente con fuertes hipotecas autoritarias y militaristas.
Renegar del mito revolucionario clásico no implica renegar de la política revolucionaria. Los momentos cálidos de erupción social, con conflictos de intensidad fuerte, que no se canalizarán por los cauces institucionales establecidos, seguirán sucediendo. Y pueden ofrecer ventanas de oportunidad maravillosas para el bando popular. Pero no pueden ser ya interpretados como el desencadenante de una suerte de «teletransporte civilizatorio» que nos permitirá aplastar el capitalismo.
Aunque el Green New Deal aspire a desplegar una hoja de ruta de desmantelamiento del capitalismo como centro de gravedad de su horizonte político, para avanzar necesitará ser estratégicamente ecléctico. Aprovechar las mareas de los momentos de irrupción plebeya de tintes revolucionarios o destituyentes. Practicar una paciente estrategia de domesticación del capitalismo en los momentos más fríos. E integrar dentro de su articulación política todos los conflictos socioambientales y todas las experiencias de transición transformadoras que van perfilando el sentido común de época hacia una respuesta sostenible y justa a la crisis ecológica.
Gramsci vs. neoliberalismo: una defensa de la estrategia populista
Pero la pregunta realmente importante sobre el Green New Deal no es en qué consiste ni cómo se clasifica en un esquema teórico, sino cómo lo llevamos a la práctica. La apuesta que aquí se defiende es mediante un enfoque centrado en la construcción de hegemonía ecologista, que dé como resultado la articulación de un pueblo que tenga la transición ecológica como columna vertebral de la proyección futura de su comunidad nacional deseada, del sueño de país que funda.
Gramsci nos enseñó que hay una autonomía relativa de la política, que anula los viejos esquemas de la base material y la superestructura ideológica, que el ecologismo ha calcado del marxismo. La política no traduce mayorías sociales que están materialmente dadas, sino que las performa, las construye. No se trata de «tomar conciencia de la realidad material» —la explotación capitalista, la emergencia climática— como si esto fuera a tener efectos políticos directos. Los efectos políticos de cualquier dato siempre están abiertos. Que tengan un efecto y otro dependerá de cómo los oriente el discurso imperante, la cultura, los valores y sentimientos predominantes… eso que Gramsci llamó hegemonía. Esto es, una visión ideológica particular del mundo que se hace pasar por natural, por la normalidad, y que integra a aquellos que subordina política o económicamente. Porque todo orden realmente estable siempre funciona más allá de la coacción: requiere la colaboración de una parte mayoritaria de la población.
Para ser hegemónica, toda política transformadora debe apoyarse en los sentidos comunes populares, que siempre son ideológicamente ambivalentes y contradictorios, e integrar sus demandas. Esto impone ciertos procedimientos. Primero, hay que liderar culturalmente antes de gobernar. Para ello se debe partir siempre de los nodos del sentido común popular, sus afectos y pasiones, y orientarlos discursivamente para desembocarlos en un horizonte de valores y una interpretación del mundo social emancipadora. En este trabajo de «doble poder ideológico» se suceden momentos más fríos, que son como una fina llovizna, y momentos más cálidos, como de fuerte tormenta. Estos últimos, el «momento populista», se desatan siempre porque la hegemonía establecida por el poder falla. Hay una disfunción en las élites, muchas veces marcada por desprestigio y división interna, y las demandas que fundamentan el consentimiento de la población no pueden ser satisfechas. En ese momento, bajo el telón de fondo de una gran afrenta difusa, se multiplican los malestares y las demandas populares irrumpen masivamente en la vida pública. En estos momentos, toda esa galaxia de reivindicaciones puede ser articulada y su potencial de rechazo al orden puede apuntarse hacia un relato, una serie de símbolos y un proyecto que dibuje una frontera política nueva. La más transformadora de todas esas fronteras, la que hace nuestro bando más grande y el suyo más pequeño, es la frontera entre pueblo y oligarquía. Es cuando las tensiones de la vida cotidiana se organizan alrededor de estos dos mundos enfrentados cuando las capas populares logramos avanzar más lejos. De hecho, las fuerzas transformadoras no suelen poder acceder al gobierno, al menos no en posiciones interesantes, si no es por el impulso de una tormenta populista.

El proceder hegemónico transformador no acaba con la llegada al poder. Solo cambia el terreno y los materiales, pero la artesanía sigue siendo la misma: orientar el sentido común mayoritario.
El proceder hegemónico transformador no acaba con la llegada al poder. Solo cambia el terreno y los materiales, pero la artesanía sigue siendo la misma: orientar el sentido común mayoritario, desde sus propios contenidos contradictorios, hacia el consentimiento y la colaboración activa en políticas emancipadoras. También en el poder se viven momentos de llovizna y de tormenta. Pero cuando se está en el gobierno se debe atender a nuevas dimensiones que exigen otros enfoques y tienen sus propias lógicas: la lucha política en los aparatos del Estado y la gestión, que debe dar solución a las demandas populares. El gobierno cuenta además con herramientas de construcción de hegemonía mucho más poderosas porque trabajan no en la dimensión blanda del discurso (la lucha ideológica), sino en la parte más dura del discurso y más irreversible: las leyes, las infraestructuras, la cultura objetual cotidiana, que producen la hegemonía más duradera, la que se asienta y reproduce de modo inconsciente.
La hegemonía ecologista, en un contexto histórico de victoria antropológica neoliberal, debe atender a las siguientes particularidades. El neoliberalismo ha pulverizado el vínculo social. Ha creado un imaginario de felicidad ecológicamente insostenible. También se ha situado en un callejón ambiental sin salida que no puede resolver y que nos arroja a una crisis orgánica crónica. Los golpes sucesivos de la extralimitación ecológica impedirán a las élites cumplir sus promesas. Eso impedirá la restauración de la normalidad y multiplicará las turbulencias. Pero también puede eclipsar cualquier horizonte de un futuro mejor, como de hecho ya está sucediendo. Y albergar involuciones políticas trágicas.
En este terreno de juego, si el ecologismo quiere ser hegemónico, no puede caer en el derrotismo. Debe obligarse a encarnar una salida de emergencia, una imagen de un mundo mejor hacia el que apuntar esfuerzos colectivos. Existen en el sentido común de época elementos que pueden ser disputados en esta dirección. La supervivencia y la seguridad vital son los más evidentes. Como lo es la salud ante la intoxicación química y psicológica fruto de un modelo de desarrollo que nos hace enfermar. También las inmensas posibilidades de empleo verde en una transición tomada en serio. La doble interpelación temporal entre las buenas noticias del futuro (desarrollos tecnológicos ecoeficientes) y las buenas experiencias del pasado que empezamos a echar de menos, con lo que estas tienen de potencial para construir una felicidad no consumista (lentitud, vida comunitaria, tiempo libre, posibilidad de cuidar). El respetar los dictámenes científicos; el reparar el pacto generacional, para no mirar a nuestros hijos e hijas y sentir vergüenza; el amor por el territorio y el arraigo que este nos genera: todos estos son ingredientes centrales en la receta discursiva de un Green New Deal hegemónico y populista.
El Green New Deal de la llovizna: guerra de posiciones climática y reforestación regenerativa de comunidades
En tiempos fríos, tiempos de llovizna, las tareas de un Green New Deal son básicamente dos: la guerra de posiciones climática y la reforestación regenerativa de nuestras comunidades desertificadas por el neoliberalismo. La guerra de posiciones climática busca empujar la transición ecológica más lejos, pero siempre con la idea de ir asegurando trincheras que permitan ir erosionando la correlación de fuerzas a nuestro favor. Esto puede tomar muchas formas: desde enmiendas legislativas para ampliar la ambición de una ley climática hasta un conflicto socioambiental contra una refinería. Desde una película con moraleja ecologista hasta un supermercado ecológico cooperativo. Desde una batalla judicial que siente precedentes interesantes a una campaña electoral en la que el clima se coloque un poco más en el centro de la agenda. La guerra de posiciones climática es un ejercicio paciente y continuo de pequeñas victorias que van sentando posibilidades mejores para pelear en un futuro.
En paralelo, es fundamental que los tejidos comunitarios que pueden envolver y desbordar el trabajo institucional de un Green New Deal, y que pueden experimentar para ir más allá de los límites institucionales, sean reforestados mediante una suerte de cultivo regenerativo. Todos los esfuerzos que hacen los movimientos sociales, la economía cooperativa y el asociacionismo popular serán fundamentales, pero, dada la victoria neoliberal, estamos atrapados en un círculo vicioso donde es difícil que la autogestión popular pueda irrumpir sola. El bando popular es demasiado débil para que sus alternativas constructivas florezcan en un mundo donde las dinámicas del capital tienen una fuerza arrolladora. Por ello, una de las tareas fundamentales de las fuerzas transformadoras ecologistas en los momentos en que toquen poder es usar ese poder para crear viveros en los que nuestras pequeñas plantaciones comunitarias puedan prosperar: uso político de la compra pública, subvenciones, normativas facilitadoras… Una política simbiótica entre gobiernos transformadores y sociedad civil ecologista, una política de colaboración público-social potente y sostenida en el tiempo es el único atajo que nos queda para romper la maldición de la precariedad material y vital, que convierte las utopías reales de los movimientos ecologistas en una suerte de peces solubles que se disuelven en las aguas capitalistas.
El Green New Deal de la tormenta: ¿hacia un ecoleninismo de la NEP?
Pero también vendrán tormentas y huracanes. Momentos de quiebra del consenso y decepción casi irreconciliable respecto al proyecto de las élites. Cabe esperar que, además, estos momentos puedan presentarse de modo cada vez más claro como una expresión de que las élites están embarcadas en una misión ecológicamente suicida. Y estos momentos ofrecerán huecos para transformaciones estructurales impensables unos meses antes. Estas pueden servir para que las fuerzas ecologistas lleguen al poder, como ha especulado Kim Stanley Robinson en su novela El ministerio del futuro con el caso de la India. Pero sin recurrir a la ciencia ficción, la historia nos enseña que también pueden servir para que gobiernos no transformadores apliquen políticas que atentan decididamente contras las lógicas del mercado y los intereses de la oligarquía. La pandemia de la covid-19 ofrece un precedente impresionante. La economía capitalista se detuvo y, con muchas limitaciones, se aplicaron, al menos de fronteras para dentro, soluciones basadas en la idea de bien común frente al interés privado.
En 2020 hubo otro experimento involuntario más allá de lo sanitario. Las emisiones de CO2 se redujeron un 25% ¡en apenas 30 días! Ni el plan ecologista más radical de la historia ha planteado algo así. Y se pudo hacer.
Pensemos todo esto en términos ecologistas: en 2020 hubo otro experimento involuntario más allá de lo sanitario. Las emisiones de CO2 se redujeron un 25 % ¡en apenas 30 días! Ni el plan ecologista más radical de la historia ha planteado algo así. Y se pudo hacer. Por supuesto se hizo en un contexto trágico, pero la enseñanza técnica y política de este precedente se puede separar de este contexto trágico. Hoy sabemos que nuestras sociedades pueden técnicamente reducir de modo espectacular sus emisiones manteniendo los servicios básicos de la población si hubiera voluntad política y social para ello. El reto que tenemos por delante es menos traumático, porque no hace falta hacerlo tan deprisa. Como dice Andreas Malm, no podemos olvidarnos jamás de este precedente a la hora de pensar la lucha contra la emergencia climática.
Malm continúa su argumentación defendiendo que la pandemia nos ha enseñado que es el momento de pasar del ecomarxismo al ecoleninismo: estrategias políticas socialistas para aplicar en situaciones de catástrofe o emergencia, como fue la guerra civil rusa o la pandemia del coronavirus. Me ha parecido una ocurrencia sugerente pero discrepo del mismo punto ciego que suele ser común en pensadores como Malm: no prestar atención a cómo se hace eso de llegar al poder en términos hegemónicos. Álvaro García Linera, quien no solo lo ha pensado sino que lo ha demostrado, decía que a ellos en Bolivia no les quedó más remedio que ejercer como leninistas de la NEP (Nueva Política Económica, el programa económico que impulsó Lenin tras la victoria en la guerra civil rusa, un socialismo de mercado que conservaba rasgos capitalistas), haciendo convivir directrices socialistas, mercados capitalistas e instituciones democráticas. Ecoleninistas de la NEP: como ficción especulativa, este puede ser un buen punto de reflexión para lograr imaginar las tareas de un Green New Deal populista en los momentos de tormenta.

Un decálogo ecologista para la década decisiva
Para cerrar esta reflexión del modo más aterrizado posible, se ofrece un decálogo que pueda servir de inspiración para armar un Green New Deal populista y transformador en la década climática decisiva. Son medidas que pueden ser impulsadas como acción de gobierno, como programa para concurrir a unas elecciones, como proyecciones para un discurso hegemónico y como ámbitos de trabajo para diversas luchas desde movimientos sociales ecologistas.
- Guerra ecologista fiscal por todos los medios: impuesto de emergencia climática al patrimonio de las grandes fortunas, tasas y cánones a las emisiones de lujo, impuesto al carbono vinculado con una renta climática redistributiva, salario máximo.
- Ambición climática: adelantar la descarbonización en los países del Norte al 2040 reduciendo sustancialmente el consumo energético.
- Reforma ecológica de la contabilidad nacional: introducir en la contabilidad oficial un indicador biofísico y otro social paralelos a la contabilidad monetaria.
- Derecho al tiempo: reducción de la jornada laboral a 32 horas sin pérdida salarial y políticas ecofeministas de conciliación y masculinización de los cuidados.
- Salud pública integral garantizada, tanto física como psicológica, y con perspectiva climática y ambiental.
- Democracia energética, asegurando el acceso a un mínimo suministro eléctrico como derecho ciudadano y desmantelando el oligopolio energético a favor de iniciativas del tercer sector.
- Conexión entre transición ecológica, reequilibrio demográfico y restauración ecosistémica: repoblación de los desiertos demográficos mediante agroecología protegida por compra pública, desarrollo del ferrocarril, compensaciones a la instalación de renovables en forma de servicios públicos de calidad, fondos de custodia del territorio para la reforestación y la regeneración ecosistémica.
- Industrialización verde centrada en la economía circular, el reciclaje de minerales críticos y el ecodiseño eficiente.
- Nuevos bienes comunes analógicos y digitales, que faciliten una economía del compartir basada en el uso de lo ya producido.
- Democracia generacional: rebaja de voto a los 16 años, tribuno de las generaciones futuras, agencias oficiales de prospección de escenarios y reforma de los códigos jurídicos para usar el derecho como mecanismo de defensa generacional